Algunos años atrás en América Latina se daba un fenómeno que parecía prometer grandes cambios político-sociales: en prácticamente todos los países, desde México hasta la Patagonia, había un calor contestatario que abarcaba distintas dimensiones, con movimientos revolucionarios armados con fuerte base social que buscaban la revolución socialista. Se vivía un clima de “progreso social”, de confrontación o, si se quiere -según un discurso conservador de derecha- “un momento de rebeldía generalizada”. La Revolución Cubana de 1959 y el heroísmo inspirador del Che Guevara con su mística guerrilleril constituían un faro para las grandes masas populares, o más aún, para grupos que se erigían en vanguardias militantes, intentando conducir el descontento de esas protestas. En ese clima, diversos movimientos populares, sindicales, campesinos, juveniles, barriales, incluso católicos de la Teología de la Liberación, buscaban nuevos derroteros post capitalistas. Había una fuerte postura anti-sistema.
Luego de Cuba vino la revolución nicaragüense, mientras que Centroamérica ardía con guerras revolucionarias, y en distintos países de la región se respiraba un clima de cambio. Un fenómeno similar se vivía en otras latitudes del planeta, con la liberación del yugo colonial en el África, los socialismos árabes que iban expandiéndose, un inspirador Mayo Francés en 1968 y la Revolución Cultural en China, que significaba el rechazo de las pesadas rémoras de la antigüedad. Parecía que el socialismo estaba cerca. Se pedían varios Vietnam para incendiar el mundo, desembarazándose de las cadenas imperialistas. Entonces llegó la represión monstruosa de la derecha.
Las clases dominantes de cada país, a través de sus ejércitos y con el apoyo de Washington, dominador indiscutible en la región latinoamericana, para las décadas de los 70/80 del siglo pasado emprendieron fuertes campañas contrarrevolucionarias para acallar ese espíritu transformador que flotaba en toda la zona. La represión fue tremenda, sin dejar un solo espacio de los territorios sin convulsionar. La Doctrina de Seguridad Nacional, centrada en el combate a muerte del “enemigo interno”, fue el elemento dominante en esa estrategia contrainsurgente, con militares latinoamericanos preparados por Washington en su tristemente célebre Escuela de las Américas. Después de la última revolución socialista en territorio de Latinoamérica, la Sandinista de Nicaragua en 1979, la derecha continental ajustó las tuercas. Las montañas inconmensurables de cadáveres y los ríos de sangre que se registraron, atemorizaron largamente. Las torturas y las cárceles clandestinas no eran caprichos de militares psicópatas, ávidos de sangre: eran parte de una muy estudiada política de contención del comunismo. Pedagogía del terror, se la llamó. En otras palabras: una estrategia para que nada cambiara en la arquitectura social: los ricos con sus propiedades y sus lujos, los ejércitos defendiéndolos, la Iglesia católica bendiciendo la situación, y las grandes mayorías populares trabajado para mantener los esplendores de los primeros. Que nada cambie: si para eso fue necesario algún “exceso” en la represión, dios lo sabría perdonar.
Esos procesos represivos, más o menos similares en todo el continente guiados por los manuales de operación estadounidenses, marcaron la historia: la organización popular que buscaba cambios fue desactivándose. Las izquierdas quedaron muy dañadas, diezmadas, desarticuladas, y aunque las protestas sociales continuaron -porque las causas que las generan no desaparecen- no se tuvo ya más la posibilidad de colapsar a ningún gobierno, como fue el último caso con la dictadura somocista en Nicaragua. La prueba está que hoy las movilizaciones continúan, pero falta la posibilidad de transformarlas en un proceso de cambio revolucionario. Lo recientemente acontecido en Chile con la no-aprobación de la nueva constitución lo deja ver: podemos protestar, mucho incluso, pero no hay fuerza para cambiar las cosas en sus cimientos. La pedagogía del terror hizo bien su trabajo, complementada por el incesante bombardeo mediático anticomunista que inunda todo. “No queremos otra Venezuela”, es el latiguillo interminable. Las colas de venezolanas y venezolanos que salen del país (por cierto: bloqueado, atacado) son la “demostración” palmaria del fracaso de esos planteos “castro-comunistas”.
En ese mar de desmovilización iniciado en las últimas décadas del siglo XX, ya en el siglo XXI llegaron una serie de propuestas progresistas, siempre en el marco de la institucionalidad capitalista, en buena medida inspiradas por la figura emblemática de Hugo Chávez, que después de años volvió a hablar de “socialismo”, desempolvando un término que parecía ya defenestrado para siempre. Sin dudas, el proceso venezolano despertó esperanzas: ¿volvían las revoluciones?
Así, en prácticamente todos los países de la zona, a su tiempo asistimos a estos procesos de centro-izquierda, o izquierda moderada. Arrancando con la Revolución Bolivariana en Venezuela, en los primeros años del presente siglo todos los países latinoamericanos tuvieron un repunte económico vendiendo sus productos primarios (alimentos y minerales) a China, cuya prosperidad iba crecientemente en aumento. Esa bonanza económica permitió a todos esos gobiernos progresistas (Kirchner/Fernández en Argentina, Lula/Dilma Roussef en Brasil, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Chávez/Maduro en Venezuela) poder conceder una buena cantidad de mejoras a sus poblaciones. Sin ser medidas de corte marxista en sentido estricto, hubo beneficios en los pueblos históricamente empobrecidos y excluidos. La gente dejó de sentirse cosa y pasó a ser, en buena medida, protagonista de su vida.
Lo cierto es que todas estas administraciones logran cambios interesantes, pero sin afectar el basamento del sistema: la propiedad privada de los grandes capitales, nacionales e internacionales, no se tocó. Incluso los planteos neoliberales de achicamiento del Estado y ataque furioso contra la clase asalariada (contratos basura mediante) no se alteró en lo sustancial. A veces, seamos honestos al decirlo, esos avances populares fueron creando una actitud clientelar, oportunista en ocasiones. Por supuesto, esos procesos son un paso adelante en relación a las anteriores dictaduras militares, pero nunca se abandonaron los planteos fondomonetaristas de base. ¿Qué es preferible para el campo popular en Brasil, por ejemplo: un Bolsonaro fascista o un Lula popular? O en Colombia: ¿un Petro con un talante izquierdista o un conservador recalcitrante como Iván Duque? Con el beneficio de la duda, mejor un gobierno de un “progre” como Boric en Chile que un neo-pinochetista como Piñera, o una Xiomara Castro en Honduras que un gobierno manejado por narcos. Tener un “buen” presidente, quizá honesto y transparente (Pepe Mujica en Uruguay, López Obrador en México) es una buena noticia. Pero ¡cuidado!: ese no es el cambio que necesitan las grandes mayorías populares, siempre excluidas, marginadas, golpeadas. “Socialismo” no es un regalo del gobierno, un plan asistencialista, una medida demagógica. Socialismo es poder popular real y efectivo y un Estado que dirige la economía con un criterio post-capitalista, con expropiaciones, con reforma agraria, con una profunda política anti-racismo y anti-patriarcado. La experiencia muestra, con dolor, que esos proyectos “tibios”, encomiables en su intento, si no se profundizan, terminan siendo derribados. Y el capitalismo continúa. ¿Por qué Cuba se mantiene pese a todas las agresiones? ¡Porque es socialista! (“Hay 200 millones de niños de la calle en el mundo. Ninguno está en Cuba”, dijo Fidel Castro. ¡No olvidarlo! Cuba, único país del Tercer Mundo que pudo producir una vacuna anti-Covid-19 propia).
En relación a los procesos tibios, vale recordar lo dicho por la revolucionario polaco-alemana Rosa Luxemburgo: “No se puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
“En mi país no hay lucha de clases”, o “Vamos a impulsar un capitalismo serio”, son algunas de las consignas dadas en su momento por algunos de estos mandatarios progresistas. ¿Nos quedamos con eso, o se podrá ir más allá?
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